Tengo un par de Renos

28.11.07

A veces...

A veces tengo sueño. Y me quedo dormido en cualquier sitio. Como si fuera narcolépsico. Y a veces cuando tengo sueño también tengo sueños. Sueños llenos de colores y olores. De sonrisas. De ojos brillantes que hablan. De cangrejos tristes porque no tienen manos. Y a veces los sueños también están llenos de cuerpos desnudos amándose. Pero sólo a veces.




A veces siento la necesidad de esconderme. De ser muy pequeño. Minúsculo. De pasar desapercibido. De mezclarme con la multitud y no ser nadie. Sólo una pieza más del puzzle. Un granito de arena. Una parte del todo. A veces casi lo consigo. Pero a veces no.







A veces, sin saber por qué, me transformo en un reno. En un reno con personalidad múltiple. Un reno bueno. Casi tonto. Y otro malo. Macarra. Agresivo. Y malhumorado. Es difícil saber cuando va a ocurrir. Cuando voy a convertirme en un reno. Pero cuando pasa puedo hablar con Papá Noel. Puedo volar por cualquier cielo. Azul. Gris. Negro. Rojo. Es bonito. Y también, aunque sólo a veces, puedo llevar regalos a los niños que no tienen nada. Aunque no sea Navidad.




A veces soy generoso. Y doy lo que tengo. Incluso lo que no tengo. Simplemente doy sin esperar nada a cambio. A veces no. A veces doy porque sé que luego voy a tener una compensación. Soy humano. Y no sólo a veces. Lo soy siempre.





A veces me gustaría desaparecer. Convertirme en luz. Dejar atrás mi cuerpo. Mis formas. Mi carne. Mi sangre. Mis huesos. Ser etéreo. No ser. Saber qué hay en otros planos. En otros lugares. Y a veces lo intento. Pero me da miedo. Me da miedo saber demasiado. Saber lo que no puedo entender. Lo que no debo saber. No sé.




A veces soy Frozen. O un fantasma de niña japonesa atormentada. No me gusta serlo. Pero a veces lo soy.






Y a veces soy una supermodelo. Con portadas en las mejores revistas del mundo. Asistiendo a fiestas. Rodeada de lujo. Fama. Drogas. Y sexo. No se si me gusta serlo. Pero es mejor que ser el fantasma de niña japonesa atormentada.




A veces me gusta hacer el tonto. Convertirme en un niño. Sin responsabilidades. Sin miedos. Sin limitaciones. Dejar que mi imaginación ate a mi razón. Que la clave en la pared. Que le de una paliza si quiere. Y ser libre para ser. A veces mi corazón se desboca y me deja ser. Porque soy muchas cosas. Y otras no soy. Lo sé.





Todo esto me pasa a veces. Pero sólo a veces.

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20.11.07

Ya tengo 30


Siempre fui un niño raro. A mí, los otros niños, me parecían aburridos. Recuerdo que en todas las reuniones familiares, mientras mis primos jugaban al fútbol o a cualquier otra actividad propia de su edad, yo me sentaba con los mayores. Me quedaba en silencio. Sin participar. Escuchándoles hablar de sus cosas. Reírse. Tomarse una copa mientras se fumaban un cigarrillo. Y yo quería ser como ellos. Quería saltarme la infancia. La adolescencia. La edad del pavo. Y ser un mayor.


Quizás también tuvo algo que ver eso que siempre nos dicen a los niños cuando no quieren atender a nuestras peticiones.

-Cuando seas padre comerás huevos.

-Eso es cosa de mayores.

-Vete a la cama, que esta película es de dos rombos y los niños no la pueden ver.

-Eres pequeño para entenderlo.

Y entonces, en mi cabecita de niño, se me antojaba que ser mayor era algo maravilloso. Nadie te podía impedir nada. Podías ver lo que quisieras en la tele. Podías comprarte lo que quisieras sin pedir permiso. Podías ser independiente. Y todo eso sólo por ser mayor.


Así fue como hice un pacto conmigo mismo. Decidí que si llegaba a los 30, ésa sería mi época dorada. Me prometí a mí mismo que los treinta iban a ser los años en los que iba a comerme el mundo. Mi década.


Pues bien. Ya está. Prueba superada. Acabo de cumplir los 30. Y si bien no sé si acabaré comiéndome el mundo, lo cierto es que ya es todo un logro que el mundo no me haya comido a mí. He vivido 30 años llenos de cosas buenas y cosas malas. 30 años que no volvería a vivir ni loco. Me gusta cumplir años. Me gusta mirar hacia adelante. Me gusta aprender a vivir conmigo mismo. Me gusta tener 30 años.

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6.11.07

Cuando las cosas no son lo que son



Cuando las cosas no son lo que son se convierten en cosas divertidas. Cuando cambian su utilidad real, dominada por el carácter aburrido del adulto, para pasar a desempeñar un papel dominado por la imaginación de un niño. Cuando eso pasa. La magia se apodera de ese momento. Y de ese lugar. Y sabes que los sueños se hacen realidad. Siempre. Solo tienes que utilizar tus ojos de niño. Esos que todos tenemos y que nos empeñamos en dejar vendados en algún cajón olvidado de nuestra casa.

En estos días he tenido la suerte de reencontrarme con ellos. Con esos ojos pizpiretos de niño inocente que hacía tiempo no utilizaba. Y fue toda una fiesta. Como cuando encuentras en el fondo del armario esa vieja camiseta que creías perdida.

Todo empezó en una visita al Monasterio del Escorial. Fui allí con mi hermana, mi cuñado y mis sobrinitos. Como turistas de pro hicimos nuestra cola para comprar nuestra entrada. Pasamos nuestro arco detector de metales. Nos pusimos nuestra pegatina identificativa como el ganado. Y nos pusimos a corretear por las estancias del monasterio. En un momento de nuestro recorrido llegamos a un pequeño claustro. Cuadrado. Rodeado de robustas columnas de piedra. Y, como buenos turistas domingueros, nos sacamos fotos. Mi sobrino quería entrar en el patio. Y le acompañé. Entonces se desató la magia. Porque aquel claustro se convirtió en un ring de boxeo bajo los ojos de mi querido Marco. Y gracias a él yo también lo vi claro. Sentí al publico en las gradas. Los guantes en mis manos. Y comenzamos una pelea digna del mejor campeonato del mundo.



A partir de ese momento los milagros no dejaron de sucederse. Un fantasma nos aterrorizó en medio de la ciudad de Nueva York. Y nosotros gritamos. Y gritamos. Y gritamos. Intentando huir de su aterradora presencia por las calles de la Gran Manzana. No estábamos en el Parque Warner. Ni con un muñeco mal hecho de Halloween. Estábamos en Nueva York.



Y para huir de aquella fantasmagórica presencia robamos una moto de policia y nos dimos a la fuga. Conducía mi sobrino con gran pericia. Mientras yo me agarraba fuerte a su cintura. Confiando en su maestría en la conducción. Al final le dimos esquinazo al fantasma. Y nos fuimos a comer unas hamburguesas. Ya que estábamos en Estados Unidos...



Son maravillosos los ojos de los niños. Yo pienso dejar los míos libres, para que cuando quieran me dejen ver lo que los mayores no pueden.

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