Tengo un par de Renos

25.9.06

FERDY vs. FERGY: EL COMIENZO (vol. 1)



Siempre he tenido miedo a la oscuridad.

De pequeño tenía una táctica infalible para esquivarla. Después de tomarme el vaso de leche caliente con mis seis galletas de rigor. Cuando me entraba ese sueño tan rico por tener la barriga llena. Y los ojos se me ponían bizcos mientras intentaba ver la tele. Entonces. Me tumbaba en el sofá con la cabeza apoyada en el regazo de mi madre. Ella me acariciaba el pelo. Yo me quedaba en coma. Al cabo de un rato, mi padre me cogía en brazos y me metía en la cama. Como un héroe de película. Y allí me despertaba yo, a las ocho de la mañana, con la reconfortante luz del día dándome los buenos días.

Pero no siempre tenía tan buena suerte. A veces el sueño se volvía rebelde y sin causa. Y por mucho que yo intentaba acurrucarme junto a mi madre, el muy tozudo se negaba a aparecer. Esas noches, cuando llegaba la hora de acostarse, comenzaba el espectáculo.

Primero cerraba la ventana. Fuera invierno o verano. A mi las estaciones me la traían al fresco. No quería que un fantasma, ser de otro planeta o similar se colara por ella sin permiso. Luego revisaba el armario. Ningún monstruo por aquí. Ningún monstruo por allá. Perfecto. Y lo cerraba con llave, por si acaso. Por último, con la luz encendida, me metía en la cama. De cara a la pared. Tapado hasta la nariz. Si a pesar de las precauciones tomadas algún ser extraño decidía visitarme, tampoco tenía yo por qué verlo. Y empezaba a sudar. Y el corazón que se me salía del pecho. Y mi madre que quería que apagara la luz. Y yo que no. Y de puro agotamiento. De puro terror. Me quedaba dormido.

Es verdad que todavía tengo miedo a la oscuridad. Aunque ya no tengo ataques de pánico. Bueno. Excepto aquella noche. Y con razón.

Llevaba una semana sin fumar. Estaba tan contento. Me sentía tan orgulloso de mi mismo. Tan feliz. Que decidí que me merecía un homenaje. Fui al Burger King y me metí entre pecho y espalda un menú combi. A saber. Una whoper XXL con bacon. Una crispy chicken. Unos aros de cebolla. Unas patatas gigantes. Y una Pepsi. De postre me tomé un sandy con lacasitos. Después de aquello dejé de sentirme feliz. Me sentía gordo.

Llegué a casa y me tiré en la cama. Sé que hay que cenar al menos dos horas antes de irse a dormir. Que hay que esperar a hacer la digestión. Pero por mucho que lo intentaba, no había manera de hacérselo entender a mi pobre estómago. Él luchaba contra la bomba de relojería que le había obligado a procesar. Y pidió ayuda. Todas las energías de mi cuerpo se fueron a echarle un cable. Y a mi me desconectaron. Me practicaron una eutanasia temporal.

Recuerdo que estaba teniendo unas pesadillas horribles. Una hamburguesa gigante me perseguía por la Gran Vía madrileña. Era una hamburguesa americana, porque llevaba puesto un gorro de cowboy. Me tiraba la cebolla a modo de lazo. Y con la lechuga me daba latigazos en la espalda. Castigándome por ser tan foca. Por ser un tragón sin escrúpulos y asesinar vilmente a unos cuantos de su especie. Se reía como una loca. Como una sádica. Y cuando iba a devorarme… Me desperté. Nunca más volvería a ir al Burger King.

Intenté volver a dormir. Y cuando estaba logrando conciliar el sueño, un ruido me sobresaltó. Venía del armario. La puerta estaba abierta. Y eso era imposible. Yo siempre cierro los armarios. Por un momento me pareció ver un par de ojos brillantes. Como los de un gato en la oscuridad. Y me cagué vivo. De pronto volvía a tener seis años. De cara a la pared. Tapado hasta la nariz. Sudando. Pero con la ventana abierta. La luz apagada. Y el armario de par en par.

TO BE CONTINUED...

14.9.06

NO SMOKING

Hace ya algunos cientos de años. Incluso miles. Aristóteles se aburría en su Atenas natal. Sentado en una roca frente al mar decidió pasar el tiempo haciendo aquello que mejor sabía. Pensar. Jugó con los pelillos canos de su barba en busca de inspiración. Hizo lo propio con los de su nuca. Y pensó. Escrutó cada rincón de su mente, pero ninguna idea parecía esconderse allí. Empezó a enfadarse. Porque Aristóteles era muy bueno pensando. Pero tenía mucho carácter y poca paciencia.
Decidió que ya era suficiente. Que ya había pensado bastante por aquel día. Y cuando estaba a punto de abandonar aquella roca frente al mar. Cuando había decidido tomar un buen vaso de vino en la polis. Entonces. Las musas le regalaron su presencia. Pasaron la tarde juntos. Riendo. Charlando. Debatiendo. Y de aquel fructífero encuentro, nació, por lo que sé, un hijo bastardo del filósofo. También uno de sus grandes pensamientos: "la virtud consiste en saber dar con el término medio entre dos extremos, extremos que por ser tales son vicios".
Pues bien. Gracias al señor Aristóteles, he de confesaros que soy muy poco virtuoso. O lo que es lo mismo, que tengo más vicio que una gallina en época de celo. Y es que siempre he sido muy de extremos. De todo o nada.
Tomemos como ejemplo el tabaco.
La primera vez que fumé un cigarrillo estaba en 5º de E.G.B. Por aquel entonces, en casa la comida era sagrada. Teníamos que esperar a que papá llegara de trabajar. Tic. Tac. Tic. Tac. El motor de un coche que se apaga. Pasos. Ruido de llaves. Ya está aquí. Mi hermana y yo saltábamos del sofá como locos, e íbamos corriendo hasta la puerta para darle un abrazo. En parte porque nos alegrábamos mucho de verle. En parte porque teníamos un hambre voraz. Luego mamá le daba un beso en los labios. El ritual ya había finalizado. Y podíamos comer. La cena, sin embargo, era distinta. Cada uno llegaba a una hora y se preparaba lo que quería.
Por las tardes, cuando llegaba del cole, siempre era el primero. Tenía toda la casa para mí. Entonces comenzaba mi particular ritual. El ritual de la cena. Dejaba la mochila en mi cuarto, me iba a inspeccionar el mueble-bar y cogía una botella cualquiera. Me servía un chupito. No me importaba mucho de qué licor se tratara, pues los quería probar todos. Sí. Ya sé. Muy selectivo tampoco he sido nunca. Luego abría una gran caja de hojalata que guardaba en su interior cigarrillos Ducados. Cuidadosamente seleccionaba uno, intentando que su ausencia pasara desapercibida a ojos extraños. Y me sentaba en el balcón a disfrutar de los placeres que, por niño, me eran prohibidos. Jugaba a coger el cigarrillo de todas las maneras posibles. Con gracia. Con un punto macarra. Con glamour. Imaginaba que era una estrella de cine. O un gran escritor. Era feliz.
Lo cierto es que no recuerdo muy bien cómo empezó todo. Ni por qué lo hacía. Pero me gustaba. Sin embargo, yo no sabía que el señor Aristóteles, con sus grandes ideas, ya había decidido tiempo atrás que yo habría de ser un vicioso.
Cada segundo. Cada hora. Cada día. Mi cuerpo pedía más nicotina. Y lo que comenzó como un pitillo furtivo, muy pronto se convirtieron en dos. Luego en tres. Más tarde en cuatro y dos chupitos. Y, finalmente... en ninguno. Mi cerebrito de 9 años no calibró los puntos flacos del plan. Y el plan fracasó. Mi mamá, que siempre fue muy lista, se percató del descarado desfalco que alguien estaba haciendo en aquella caja de hojalata. Ella no fumaba. Mi hermana tampoco. Mi padre lo había dejado hacía tiempo. Con lo cual estaba claro que el mocoso de su hijo se había enganchado a los Ducados. Una tarde, al abrir la caja, la encontré vacía y triste. Había sido cazado. Aunque nunca se habló del tema, decidí dejar de practicar mi ritual. El alcohol, con el que siempre tuve más cuidado, no me costó mucho abandonarlo. Pero el tabaco... Esa fue la primera vez que intenté dejar de fumar.
Otros muchos intentos llegaron pasados los años. Hasta siete, creo. Probé con la acupuntura. Con la hipnosis. Con parches y chicles de nicotina. Con los cigarrillos falsos de la farmacia. Hasta probé con la fuerza de voluntad. Pero siempre encontraba una excusa absurda para volver.
La última vez que lo intenté, hará una semana, la excusa no fué tan absurda. La última vez llegaron ellos. Y mi vida cambió para siempre.

9.9.06

I LOVE BICHITOS

Nací y me crié en San Gabriel, un barrio de las afueras de Alicante con vocación de pueblo. Cuando era crío, no teníamos centro médico. Tampoco un instituto. Ni supermercado. Por no tener, no teníamos ni asfalto en las calles. Recuerdo que si te caías echando una carrera con los amigos del colegio, te quedaban las rodillas marcadas de por vida. Yo tengo mi cicatriz. Creo que en San Gabriel todos la tenemos.
La mayoría de las casas eran plantas bajas con un patio interior. Mi abuela tenía en el corral un limonero enorme, al cual nos encaramábamos para jugar a indios y vaqueros. También tenía un gallinero en el que había de todo. Gallinas. Conejos. Palomos. Mis primos y yo le ayudábamos a darles de comer. O a recoger los huevos frescos. Incluso a veces, en la época de cría, nos dejaba coger a los bebés. Sólo un ratito. Para que sus padres no los rechazaran.
Siempre que pienso en mi infancia me veo rodeado de animalitos. Creo que esa es la razón por la cual siempre me han gustado. Por la que siempre he tenido mascotas. Sin embargo, mi relación con el reino animal no ha sido nunca feliz. Al contrario. Ha sido más bien trágica. Pese a mis esfuerzos por ser una buena madre para mis niños, creo que he fracasado estrepitosamente en el intento. ¿No me creéis? Seguid leyendo. Ya vereis.
PIM-PAM-PUM: eran tres pececitos preciosos. Los tres compartían pecera en el salón de casa. Yo era muy pequeño y me podía pasar la tarde entera viéndoles nadar. Pero me daban pena. Pensaba que se aburrirían enormemente en un espacio tan pequeño y monótono. Así es que me inventé un juego para entretenerles. Los cogía con la mano, los sacaba de la pecera y los volvía a dejar caer desde una altura más que considerable para un pez. A mí me encantaba tirarme desde el trampolín en la piscina. Y supuse que a ellos también. A los dos días de comenzar aquel juego los encontré nadando panza arriba. Los había reventado. Mi madre, cuando se enteró, estalló en colera. Me dijo que Dios estaba muy enfadado conmigo porque era malo. Me sentí como un asesino. Me pasé toda la noche esperando a que un rayo divino atravesara el techo de mi habitación y acabara con mi sucia vida. Dios y mi madre tenían razón. Era malo.
DICK: era el perro de mi abuela. Era muy cariñoso y se pasaba el día entero lamiéndote la mano para jugar. Pero al pobre le salió una especie de cancer raro. Debía dolerle mucho. Se ponía a dar vueltas como un loco intentando morderse la cola. Y cuando lo conseguía, se preparaba unas de campeonato. A mi me hacía gracia verle dar vueltas como una peonza. Por eso, en los escasos momentos que tenía de paz, allá que iba yo a estirarle de la cola. Saltaba. Ladraba. Y daba vueltas y vueltas. Yo me partía de risa. Al final tuvieron que sacrificarlo. Yo me quedé muy triste. Definitivamente era malo.
PAJARITO: era un canario muy alegre. Le encantaba bañarse en la piscina a escala que le hizo mi padre, aunque lo ponía todo perdido. Si acercabas el dedo a la jaula, abría sus alas de par en par y te lo picoteaba. Lo teníamos en el balcón. Día y noche. Aunque a mi padre no le parecía buena idea que durmiera a la intemperie, yo lo decía que así podía ver el mundo. Cuando quisiera. Aunque fuera a través de unos barrotes. Una mañana fui a darle los buenos días y sólo encontré la cabeza de pajarito. Otro pájaro se lo había comido. La jaula estaba ensangrentada y llena de plumas. Pajarito me miraba fijamente con los ojos entreabiertos. Suplicante. Nunca quiso ver mundo. Ese pajaro sí que era malo. Yo también.
CLEO: era un gabo. Una mezcla entre ratita y ardilla. Era toda negra, con una cola larguísima y muy suave. A Cleo la rescaté de una tienda de animales horrible. Cuando entré con una amiga, la dueña, una señora medio calva, con cuatro pelos grasientos, la estaba maltratando. No pude soportarlo. La adopté. Estaba tan traumatizada, que cuando la sacaba a pasear o la cogía en la mano se cagaba. Literalmente. Un día que iba a limpiarle su jaulita estaba una prima pequeña en casa. Me pidió que le dejara coger a Cleo. Pese a no fiarme mucho de ella, acepté. Nada más ponerle a Cleo en las manos se puso a chillar como una histérica y la dejó caer al suelo. Se rompió la columna vertebral. Se quedó más o menos como la madre del rey Don Juan Carlos. El sentimiento de culpa me acompañó hasta su muerte. Nunca debí habersela dejado a mi prima. Seguía siendo malo.
No estan todos los que fueron. Atrás se han quedado los pollitos que murieron congelados. La liebre que mató mi padre de una pedrada y luego nos comimos en una paella dominguera. La chinchilla que regalé a un bacadalero a través del periódico. Y otros muchos más de los que no me quiero ni acordar.
Ahora entendereis mis miedos. Mis traumas. Mis paranoias respecto a los animales. Y también entendereis la promesa que me hice algún tiempo.
Nunca.
Jamas.
Bajo ningún concepto.
Volvería a tener una mascota.
Pero la vida es muy puta. Y a veces te trae sorpresas...

5.9.06

COMING SOON

Muy pronto voy a contaros un secreto...


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